dimarts, 30 d’octubre del 2012

Sin título



La presentación, formal, del invierno la hace a mediados de otoño cuando de entre el recuerdo de castañas y boniatos resbala el chasquido de la madera cediendo al calor del fuego. Imposible no hacerlo.


Él: Como cada viernes se sienta en la barra ante un gintonic clásico servido en vaso de whisky. El negocio arrenda por un módico precio cáscaras de las que poco más se puede sacar a parte de un par de adagios sentenciosos, algún orgasmo ficticio y restos de óxido en el reverso de las manos. Si supiera el mundo que lejos de allí saben florecer... Esa noche necesita compañía, simplemente. No logra encontrar terciopelo que le meza y le convenza de que todo saldrá bien, aquel con aroma a sonrisa y a almizcle. El pánico le atenaza el intestino retorciéndoselo con crueldad. El camarero descifra la angustia en su rostro y le sirve un soplo de espirituoso. Sus carcajadas rasgan la atmósfera taciturna cuando una de las chicas le pregunta si quiere pasar un buen rato. Primero no entiende, luego se ofende. Pobre chiquilla, piensa mientras observa como se dirige al otro lado del local entre blasfemias, no sabe que a él ya no le es permitida esa opción. No recuerda en qué momento decidió tirar la toalla. Asqueado pide la cuenta. Andaría de vuelta a casa, mejor que le de el aire antes de meter la llave en la cerradura.

Ello: Su aspecto se había vuelto plomizo con el paso del tiempo, con la falta de descanso, con el alma en una vasija de barro junto a la chimenea polvorienta. Sus facciones se habían tornado adustas y la piel, antaño coraza, era una superficie blancuzca y transparente. Ni siquiera parecía una serpiente. Hacía meses que había perdido la movilidad en la cola, ahora la arrastraba sin vigor carcomiendo la madera del suelo y describiendo unas formas peculiares sobre él. Había aceptado aquellos grilletes de buen grado, era su ciega gratificación al amor que le profesaban. Pero no entendía su cautiverio. Le amaban y le recluían. En el último año solo le habían visitado en tres ocasiones. La herida en la pata empezaba a gangrenar la extremidad extendiéndose lentamente. Habría enloquecido si no fuera por los pájaros que cada noche canturreaban sobre las ramas del sicomoro que se alzaba justo delante de la ventana del sótano. Se maldecía y rugía: un día de estos...

Ella: Se corrige. Se censura. Se desnuda. Y vuelve a empezar. Se corrige. Se censura. Se desnuda. Y vuelve a empezar. Se corrige. Se censura. Se desnuda. Y vuelve a empezar. Se corrige. Se censura. Se desnuda. Y vuelve a empezar... Y despierta.

Ellos: La melancolía de ese pueblo invade cada centímetro de su piel. Se sientan entre crujidos y lamentos sobre una toalla, como debieran haberlo hecho hacía décadas. Sus manos no se han soltado desde que salieron de la ciudad. Ella acariciándole la nuca mientras el coche devoraba kilómetros. Él apoyando la mano en su muslo sonriendo de reojo cuando no tenía que cambiar de marcha. Recuerdan su tacto: recio, terso, joven. Se sostienen la mirada ante los embates del mar descifrándose los surcos. Las huellas más profundas no se encuentran en la piel, lo saben. Con la derecha temblorosa le acaricia la barbilla, jamás volvió a afeitarse desde entonces, era cierto. Él la abraza sin la energía del pasado y le huele el cabello, hundiendo su nariz hasta tocar el cuello. Ella le susurra: te prometí que respiraríamos la sal juntos. Tú y yo.