dimarts, 30 d’octubre del 2012

Sin título



La presentación, formal, del invierno la hace a mediados de otoño cuando de entre el recuerdo de castañas y boniatos resbala el chasquido de la madera cediendo al calor del fuego. Imposible no hacerlo.


Él: Como cada viernes se sienta en la barra ante un gintonic clásico servido en vaso de whisky. El negocio arrenda por un módico precio cáscaras de las que poco más se puede sacar a parte de un par de adagios sentenciosos, algún orgasmo ficticio y restos de óxido en el reverso de las manos. Si supiera el mundo que lejos de allí saben florecer... Esa noche necesita compañía, simplemente. No logra encontrar terciopelo que le meza y le convenza de que todo saldrá bien, aquel con aroma a sonrisa y a almizcle. El pánico le atenaza el intestino retorciéndoselo con crueldad. El camarero descifra la angustia en su rostro y le sirve un soplo de espirituoso. Sus carcajadas rasgan la atmósfera taciturna cuando una de las chicas le pregunta si quiere pasar un buen rato. Primero no entiende, luego se ofende. Pobre chiquilla, piensa mientras observa como se dirige al otro lado del local entre blasfemias, no sabe que a él ya no le es permitida esa opción. No recuerda en qué momento decidió tirar la toalla. Asqueado pide la cuenta. Andaría de vuelta a casa, mejor que le de el aire antes de meter la llave en la cerradura.

Ello: Su aspecto se había vuelto plomizo con el paso del tiempo, con la falta de descanso, con el alma en una vasija de barro junto a la chimenea polvorienta. Sus facciones se habían tornado adustas y la piel, antaño coraza, era una superficie blancuzca y transparente. Ni siquiera parecía una serpiente. Hacía meses que había perdido la movilidad en la cola, ahora la arrastraba sin vigor carcomiendo la madera del suelo y describiendo unas formas peculiares sobre él. Había aceptado aquellos grilletes de buen grado, era su ciega gratificación al amor que le profesaban. Pero no entendía su cautiverio. Le amaban y le recluían. En el último año solo le habían visitado en tres ocasiones. La herida en la pata empezaba a gangrenar la extremidad extendiéndose lentamente. Habría enloquecido si no fuera por los pájaros que cada noche canturreaban sobre las ramas del sicomoro que se alzaba justo delante de la ventana del sótano. Se maldecía y rugía: un día de estos...

Ella: Se corrige. Se censura. Se desnuda. Y vuelve a empezar. Se corrige. Se censura. Se desnuda. Y vuelve a empezar. Se corrige. Se censura. Se desnuda. Y vuelve a empezar. Se corrige. Se censura. Se desnuda. Y vuelve a empezar... Y despierta.

Ellos: La melancolía de ese pueblo invade cada centímetro de su piel. Se sientan entre crujidos y lamentos sobre una toalla, como debieran haberlo hecho hacía décadas. Sus manos no se han soltado desde que salieron de la ciudad. Ella acariciándole la nuca mientras el coche devoraba kilómetros. Él apoyando la mano en su muslo sonriendo de reojo cuando no tenía que cambiar de marcha. Recuerdan su tacto: recio, terso, joven. Se sostienen la mirada ante los embates del mar descifrándose los surcos. Las huellas más profundas no se encuentran en la piel, lo saben. Con la derecha temblorosa le acaricia la barbilla, jamás volvió a afeitarse desde entonces, era cierto. Él la abraza sin la energía del pasado y le huele el cabello, hundiendo su nariz hasta tocar el cuello. Ella le susurra: te prometí que respiraríamos la sal juntos. Tú y yo.



diumenge, 28 d’octubre del 2012

Te sueño yerma

06 de octubre de 2007


Te sueño yerma
 
 
Desnuda
yaces inerte
sobre tu hojarasca.
Melena cetrina,
mirada absurda.
No me abandones…
 
Recostada,
mostrando heridas
tras mil batallas.
Marchito tu vientre
lloras desconsolada.
No me abandones…
 
Silenciosa
te arrastras entre deshechos
y heces ajenas.
De tacto árido,
de láudano tus besos.
No me abandones…
 
Apagada,
estremécete y erra su
tiro certero.
Tu piel amarillea,
tu seno revienta.
No me abandones…
 
Puño aterciopelado,
sangre de tu sangre,
¡elige destino!
 
Te sueño yerma de mieles,
de aromas y flores,
de sombras y trinos,
de amores y exilios.
 
Te sueño yerma
en el desespero y la desilusión.
 
No me abandones…
y deja que te sueñe verde.

dijous, 25 d’octubre del 2012

Naike



La casa despedía un aire gélido cuando entró en mitad de la noche. Encendió las luces del pasillo y fue directa al vestidor. Se sentó en el pequeño sillón que había comprado un domingo lluvioso en uno de los muchos mercadillos de segunda mano que invadían la ciudad. Lo primero que le llamó la atención fue el color granate de la tapicería. Más que sugerente ese asiento era una abertura a su rincón más fetichista. Los espejos le devolvieron el reflejo de una mujer joven, con la espalda erguida y las piernas ladeadas. Con suavidad sujetó el tacón del zapato derecho y movió el pie para desasirse de él. Mantenía el tacto aterciopelado, el lazo intacto y sus vertiginosos once centímetros impolutos después de tanto tiempo. Desencajó el zapato izquierdo del talón y lo dejó colgando sobre los dedos. Recordó la última lengua que serpenteó por ellos. Se puso de pie y con un movimiento rápido se quitó el vestido de punto rojo. Buscó de reojo su perfil. Pasaban los años y aún sentía que se debía al pecado. Volvió a sentarse y se inclinó para desabrochar uno por uno los elásticos de blonda rosa del liguero. Deslizó los dedos bajo la media acariciando con la totalidad de la mano su piel y arrastrando la tela con ella. Hizo lo mismo con la otra media pero esta vez fijó su  mirada en el parpadeo verde. Sonrió. 
Solo vestía un coulotte de algodón negro con un botón nacarado en el borde cuando abrió la puerta de la entrada. Unos minutos y ya me hubiera metido sola en la cama, le dijo. La silueta que aguardaba aún en la calle se estremeció y emitió un sonido parecido a "aaaffffuuu". Agarrándola con delicadeza de las solapas la invitó a entrar, la acercó hacia sí tanto que hizo que su nariz se precipitara sobre con sus cabellos. Inspiró tres veces. La visita paseaba su mirada de aquel botón, que se movía ligeramente bajo el ombligo cuando ella hablaba, a la puntilla que enmarcaba las caderas. Sin previo aviso se le pegó por detrás, le apartó el pelo con cuidado del hombro y le clavó los dientes con dulzura paseando ligeramente la punta de la lengua hacia la nuca. Se quitó la chaqueta ayudándose de leves movimientos dejando que resbalara hasta el suelo y acarició su cintura abrazándola por completo. Se metieron en el primer cuarto que encontraron, la cocina. Naike se sentó sobre la mesa y rodeó a su cita con las piernas al tiempo que atraía su cara hacia la suya. Mordió sus labios y se aferró a ellos con la intención de no dejar que escaparan. Todos los poros de la piel se erizaron al instante. Sumergió las manos bajo la camiseta y la arrancó de un golpe. Absorbió el aroma que desprendía su cuello y lamió las finas clavículas. Hundió sus dedos en la melena cuando en un impulso la agarró del trasero y la acercó con cierta vehemencia. Le susurró una obscenidad y la empujó con mucha ternura hasta que su espalda tocó por completo la madera de la mesa. Sintió como desaparecía el tacto de la única pieza de ropa que llevaba. Una mejilla reptaba por el interior del gemelo derecho, por la rodilla, por el muslo... Una dentellada en el lunar que se alojaba en la ingle izquierda. Volvió a bajar y esta vez un hormigueo cruzó su columna al notar el calor de la saliva que subía muy lentamente. Las manos a ambos lados de las caderas impidieron que se retorciera cuando hundió su lengua. El techo pareció rasgarse y de todas partes llovían gemidos, risas y gruñidos que inundaban la estancia. Como pudo logró incorporarse y alzó la cabeza de su amante. Lamió su barbilla y ascendió hasta su boca en la que se perdió unos segundos. Cogió su mano y subieron al vestidor. Se tendieron sobre la alfombra y terminaron de convertirse en alimañas mientras observaban sus cuerpos fundiéndose.
Se miraban fijamente con las manos anudadas, no lograrían jamás cortar esa hebra que unía a lo más salvaje de sus espíritus. Algún día lo gritarían al mundo entero, pero no esa mañana que empezaba a despuntar. Se besaron. Debían dormir un poco antes de volver con sus maridos.

dimecres, 24 d’octubre del 2012

Macarons avec moi


Je suis (flamme) Violette...


La repostería no acepta urgencias y eso es lo que más le gusta. En la puerta de madera, ocupando el hueco que ha dejado el delantal que en algún momento fue blanco, cuelga prisas e incertidumbres. Esta noche tiene la vez una receta que hace semanas que la persigue. 
Olvidó sacar de la nevera las claras de huevo antes de irse al trabajo así que mientras se atemperan decide darse un baño caliente con su pez preferido. La casa inicia su letargo cuando las varillas ronronean suavemente acompañadas de la voz de Compay Segundo. El tiempo que precisan las claras para montar a punto de nieve suele dilatarse hasta el exceso pero es necesario resistir a la tentación de terminar demasiado pronto. Una de las muchas enseñanzas de la cocina. Añade el azúcar y mientras éste se integra observa el envase sin empezar de esencia de violeta. No ha querido estrenar nada aún, pero ahora la ocasión lo requiere. El líquido gotea con delicadeza sobre la mezcla y desaparece rápidamente al entrar en contacto con ella. El aroma invade la cocina y aparece un campo de violetas espolvoreado con un sol de media tarde sobre la encimera. Agita la cabeza para deshacerse de anhelos que la anclan y deja resbalar el colorante lila wilton para añadir después el rosa. El volcado sobre la almendra y el azúcar glass es meticuloso. Sonríe al imaginar su rostro sorprendido. Se ayuda de una espátula para finalizar el proceso. Suena chan chan. El cuerpo responde al estímulo (siempre lo hace) y baila por la cocina con la manga pastelera en la mano izquierda y el tarro de las boquillas en la derecha a modo de maracas. La superficie de silicona fue una buena inversión, la chica de la tienda le regala un comentario burlón cada vez que la ve entrar por la puerta. Dos horas y media dan para mucho. Para preparar un ganaché de chocolate con la tableta que le trajo su abuela de Santillana del Mar de 75% con la nata que aún quedaba de aquella cena. Un relámpago le cruza la mente. Su mano temblorosa al subir las escaleras, su océano contemplándola mientras describe círculos, las miradas huidizas entre verduras, Etta James, sonrisas escondidas en bolsillos ajenos, el aroma impregnando el algodón. Recupera las bolsas de plástico del fondo de la caja, rebusca entre los pinceles al encuentro de las cintas satinadas y abre cinco cajones antes de dar con las tarjetas malvas. Musita Le Festin en un francés inventado concentrada en algo sin importancia. Garabatea en la libreta negra. Mira el reloj, faltan unos treinta minutos, así que aprovecha que la casa está en calma y se asila en su cuarto. Se desliza bajo las sábanas y se deshace de los pantalones del pijama. Cuando cierra los ojos invoca otros cuerpos, otros labios, otras manos. Al principio lo logra. Pero es cuando su respiración se agita generando pequeños rugidos, llegada al punto sin retorno, que surge de entre la bruma oliendo a sal y susurrando su nombre. No le quedan fuerzas para pelear de modo que se abandona al estallido arqueando la espalda y conteniendo un aullido. La cama protesta. Pasados unos segundos se aparta el cabello de la cara, ya deben haberse secado completamente. Un golpe de calor en el horno y la planta baja en su totalidad murmura violeta. A través de las ventanas cerradas percibe el sedoso tañido de las campanas de la iglesia. Es medianoche. 


Laissez moi vous émerveiller


diumenge, 21 d’octubre del 2012

Sinestesia


sinestesia s. f. FISIOL. Sensación secundaria que se produce en una parte del cuerpo a consecuencia de un estímulo aplicado en otra. 2. SICOL. Sensación subjetiva, propia de un sentido, determinada por otra sensación que afecta a un sentido diferente.


Despertó sentada en una silla plegable de madera en mitad del prado. Ya había amanecido, al fin, aunque la generosa altura de las montañas que frente a ella se elevaban no permitiría la entrada a los primeros rayos de sol hasta pasadas un par de horas. No muy alejado el tañido metálico de los cencerros componía un cuadro digno de la mano de Théodore Rousseau. Las vacas pastaban entre la neblina de la mañana, el rocío lo calaba todo sin excepción. Inspiró profundamente y un ligero sabor a hierba le llenó las fosas nasales. Abrió los ojos sorprendida ante aquella extraña sensación. Volvió a inspirar y esta vez descubrió un matiz dulce que le recordaba al almuerzo. Giró la cabeza y en el porche de la casa Marien untaba mantequilla sobre una rebanada de pan tostado. No le costó asimilar que estaba oliendo sabores. Sin pensarlo demasiado cruzó la distancia hasta llegar al descansillo corriendo y fue directa a la alacena deteniéndose un momento para meter la nariz en el horno y degustar los maravillosos bollos de leche que hacía aquella mujer. 
Mermelada casera de moras, la caja dónde guardaba las galletas de miel y canela, longanizas suspendidas en el aire secándose junto a pimientos de cayena, botes de cristal con tomates en conserva, una cesta con setas recolectadas la tarde anterior. No necesitaba acercarse demasiado para paladear lo que allí se escondía. Tenía que hacer esfuerzos para no llenar el suelo de saliva, aquella percepción se había adueñado de ella. Un presentimiento le cruzó la mente. Abrió la boca y sacó la lengua. ¡Ahí estaba! Los aromas se le pegaban casi hasta anudarla. Dulce y salado, incluso el ligero tono amargo de una cebolla en descomposición. Volvió a la cocina y los bollos esperaban en la rejilla sobre la encimera. Partió uno y eligió el trozo más pequeño. Sopló hasta que estuvo lo suficientemente frío y se lo metió en la boca. Faltó poco para que los ojos rodaran por el embaldosado. Olía la harina, la leche, la mantequilla. Aquel aroma que tantas tardes la habían acompañado ahora se alojaba en su paladar. El mundo se había vuelto loco, o quizá ella. Agarró un par de aquellas delicias y subió al segundo piso a disfrutar de tal rareza, en cualquier momento podía evaporarse. Entró en la biblioteca y desapareció tras el sillón de orejas. Mientras comía con lentitud saboreó el aroma del cuero rojo a sus espaldas, el polvo sobre las estanterías, el papel gastado de los libros, la madera del piano. Oyó que alguien entraba y permaneció quieta como un ratón tras una bala de heno cuando se adentra el gato en el cobertizo. Sacó la cabeza sin dejar de ocultarse y observó que la hija pequeña de Marien, Gaëlle, estaba de pie frente al piano golpeando suavemente las teclas y con la cabeza apoyada sobre el atril. Enderezó la espalda y se sentó en la banqueta. Entonces ocurrió. El principio fue delicado, una armonía blanda que fue sometiendo cada centímetro de su piel. El sonido se introducía de forma sedosa por el pecho y se expandía por todo el cuerpo como el calor de un vaso de ginebra en pleno mes de enero. Aquello sublimaba el espíritu. Le parecía ver las notas como serpenteaban desde la punta de los dedos hasta el hombro. El tacto de la música era, sencillamente, asombroso. Gaëlle cambió el estilo y se atrevió con una pieza más enérgica. Las cosquillas dieron paso a las caricias que iban tornándose fricción. Las mejillas enrojecieron al sentir como aquella melodía ascendía por las piernas. Intentaba mantener enmudecida la respiración agitada pero no sabía si lograría que la pequeña no la oyera. Los compases lamían cada ápice de su organismo y empezaba a sentir como se acercaba el éxtasis. Se mordió el labio tratando de frenarlo pero su cara exhibía el deseo de que ocurriera. El hormigueo la clavó al suelo al tiempo que levantaba la cabeza al techo y dejaba escapar un siseo al aire que quedó absorbido por el sonido de la interpretación magistral de la niña.
Esperó a que se hubiera ido para volver a moverse. No entendía lo que acababa de ocurrir aunque no le preocupaba desconocerlo, le bastaba con saber que había sucedido. Se incorporó y se dejó caer sobre el sillón. Apenas podía abrir los ojos. Cogió el último pedazo de bollo y lo dejó entre los labios. Suspiró obligando al aire a esquivar la porción de pan y lo hizo entrar en la boca. Esbozó una sonrisa al advertir que sabía como siempre, como lo había hecho esas tardes de otoño. En realidad no necesitaba más.



El instante anterior a que dé comienzo el diluvio el tiempo se detiene. Nada parece advertir que en apenas unos segundos el sonido del agua llenará las calles e inundará el paisaje. Chopin es la compañía perfecta para ese momento... Y el posterior.


dissabte, 20 d’octubre del 2012

Nada


Infinitas partículas de humedad se arremolinan alrededor de las farolas del paseo conteniendo la luz de las mismas, creando así una percepción esponjosa de la realidad.

La fragancia de la dama de noche invade la avenida. Es noche cerrada y solo me acompaña el sonido vacío de los tacones y el viento al estrellarse contra las hojas de los almeces en hilera. [Es curioso. Bajo los árboles se vive una realidad distinta, pasada. El tiempo se dilata]. Las gotas que aún resisten adheridas a las ramas resbalan lentamente con la brisa.
Freno en seco. Sobre la acera hay dibujada una flecha con tiza que señala a mi derecha. Miro en esa dirección y me sorprenden unos ojos melancólicos. Una figura permanece de pie en la acera contraria, siguiendo la dirección de la réplica de la flecha que se encuentra a mis pies. Devuelvo mi mirada al horizonte y sigo andando. Él hace lo mismo. Vamos en el mismo sentido. El ritmo se acompasa. De vez en cuando se cruza alguna mirada furtiva. La calle se estrecha y nos acercamos lentamente mientras ésta va a morir a una verja medio rota salida de sus goznes. Ambos nos detenemos delante, sin mirarnos siquiera, solo con el sutil roce del reverso de las manos. Me adentro yo primera en la maleza, él viene detrás. Los hierbajos se agarran a la ropa y arañan delicadamente la piel. Tras esquivar matorrales y zarzas llego a un espacio despejado con dos bancos encarados. Detrás de cada uno hay un inmenso sauce que arrastra sus ramas por el suelo. Cuando llega yo ya estoy sentada, mirando el espacio vacío que él ocupa al momento. Permanecemos allí, inmóviles, hasta el amanecer. Sin mediar palabra.


El parietal le palpitaba apoyada contra el reposa cabezas. Esa noche había llovido con intensidad bajo aquel paraguas. No podía pensar con claridad, ya lo haría mañana.

dimecres, 17 d’octubre del 2012

Otoño


El martilleo incesante anulaba su razón. Oía esa melodía en todas partes. La chica de la frutería la entonaba, el repartidor la silbaba, las esperas telefónicas vertían la pieza de Liszt por el auricular. De todas partes goteaba esa música que aceleraba su sentido y le arrancaba la sonrisa que solo guardaba para él.


La Tour de Carol. Tan evocador y tan lejano. Se acercó a una de las ventanillas a comprar un billete, flirteó con el chico unos minutos, hasta conseguir que se sonrojara, y cruzó la estación estampando cada paso en el reflejo de un cielo gris sobre el linóleo hasta las escaleras mecánicas. No llevaba maleta, solo uno de esos maxibolsos en los que cabe prácticamente de todo. El tren no tardó en llegar, vacío casi en su totalidad. Eligió un asiento de ventanilla y se acomodó. No consiguió aguantar despierta más de diez minutos. Un zarandeo cadencioso la despertó. Un hombre de unos setenta años la miraba con afectuosidad y le hablaba en francés. Supuso que habían llegado, o al menos eso declaraba el cartel que había a pocos centímetros del cristal.
Hacía frío. Se abrochó los botones de madera del abrigo verde que se le había antojado una tarde de paseo por la ciudad y se alegró de la decisión de calzarse sus botas altas. Se adentró en el pueblo en busca de una cafetería donde desentumecer las extremidades y ordenar sus cajitas. Unos visillos algo amarillentos que prometían ocultarla de las miradas externas la invitaron a entrar y tomarse un café acompañado de un croissant. Era un local pequeño, diminuto, con tres mesas y una mujer rolliza tras la barra.
Incluso en los confines del mundo se encontraba con sus ojos, su aroma, su sonrisa, su piel, su voz. 
Agitó la cabeza fracasando en su intento de desterrarle a una de sus cajas. Arremetían contra ella eternos interrogantes. Una mariposa se posó sobre una de las azaleas del alféizar. Suspiró.
El viento la distrajo jugando con la ropa retorciéndola sobre el alambre en un jardín contiguo. Se decidió por una callejuela mal asfaltada que la condujo hasta un sendero de tierra. Cultivos a mano izquierda y paddocks a mano derecha. No había recorrido diez metros que se acercaron a curiosear una yegua y su potro. Alazanes, vigorosos, con unos cuartos traseros envidiables, probablemente la madre sirviera de tiro, tenía un pecho amplio y fibroso. Arrancó un puñado de tréboles que bordeaban el camino y se lo acercó al potrillo. No vaciló. Miró alrededor y encontró unos brotes de alfalfa que repartió entre los dos. Apoyó su frente sobre la de la yegua e inspiró profundamente. Apenas se movió. Abrazó la cabeza con ambas manos, las dejó resbalar con suavidad hasta la mandíbula y de allí subió hasta las orejas. El olor, el calor, el tacto... Amaba a esas criaturas.
Siguió andando hasta la cima de una loma. Un torbellino de aire la golpeó, la falda de tablas color vino y la melena se mecían en armonía. A lo lejos distinguió las ruinas de un castillo, solo quedaba en pie un torreón. La hierba y el musgo cubrían gran parte de la piedra, un manto de un intenso verde que profería melancolía a aquel paisaje tan sugerente. Empezó a llover. De vuelta a la estación se despidió de los caballos, memorizó el sonido esponjoso de los tacones sobre la tierra y saboreó el agua que se escurría de las hojas de un gran abedul cercano a una avenida.
No pudo dormir de vuelta a casa por mucho que el movimiento de la bestia de hierro la acunara. Observó su reflejo en la cristalera. No podía dejar de murmurar sus palabras, retorciéndolas, desgranándolas. Y mil incógnitas aguardaban a sus espaldas, nerviosas, esperando su turno. Aunque quisiera no podría abandonarle. Tan lejos, tan cerca. 
Olía a tierra mojada y a almizcle y se oía How can I tell you de Cat Stevens. 


En otra ciudad, apoyado sobre la baranda de la terraza y observando a la mariposa que aletea sobre la albahaca, una figura observa los meandros en reposo que son los niños que juegan en el parque. Le escuece el hombro derecho desde ayer. Sonríe mientras pasea sus dedos suavemente sobre lo que imagina es un esbozo. La zona enrojecida se tornaba perfil. Aún no era tiempo de escamas de azufre, pero llegarían. Y lo harían antes de lo esperado.


dimarts, 16 d’octubre del 2012

Renacer


Un número de teléfono, un maldito número de teléfono que hace las veces de puerta del averno. El frío de la cocina, el reflejo sobre el metal estallando en la pared desteñida, los dedos helándose alrededor del pedazo de papel. El corazón exprimido, respirar duele. Nueve cifras garabateadas semanas antes. Los rizos intentan alcanzar el océano, los pies están incrustados en la roca. La expectativa del albor en el horizonte. Ahora o nunca.

Se había enfrentado a su pasado en incontables ocasiones, pero ello no lo hacía más sencillo. Todo había empezado al ordenar la montaña de libros de cocina, facturas, recibos, revista y demás papeles que tapizaban el escritorio, una suerte de mikado en precario equilibrio. Escondida bajo la cocina vegetariana aguardaba aquella libreta azul, una de muchas, que fue a parar al montón de "mirar y ordenar". La prioridad era reubicar la biblioteca gastronómica, de modo que quedó pendiente de archivar sobre la silla donde lanzaba la ropa. Fue al acostarse, justo después de arrancar la camiseta vieja que hacía las veces de pijama, que cayó al suelo el cuaderno. Lo abrió por el principio, sin excesiva curiosidad. Una fecha encabezaba la hoja: 21/03/2005. Las primeras treinta páginas relataban el día a día en la hípica en la que había vivido y trabajado años atrás. Detallaba a la perfección la faena con los caballos, los alumnos, los incidentes ocurridos más o menos importantes y los tratamientos veterinarios a seguir. Había olvidado la mayoría de lo acontecido en aquella época (como le sucedía con prácticamente todo el pasado), solo guardaba una docena de anécdotas en la memoria y no solía rescatarlas.
Tras varias hojas en blanco otra fecha, esta vez del 2006. Allí había narrado sus emociones, sus sentimientos y una descripción algo sobreactuada del caótico mundo en el que vivía. Una punzada en el corazón. ¿Había amado realmente a aquel chico? En cierto modo si, y quizá por ese motivo se sentía tan culpable por el trato que le propinó y por su reacción pseudoadolescente al conflicto. Debería pedirle disculpas, se dijo. Siguió avanzando sin leer, se avergonzaba demasiado de su yo pasado como para revivir esos días absurdos y egoístas. Una carta sin enviar, ninguna novedad, a otro chico. ¿Qué coño le pasó? ¿Tan desesperada estaba como para suspirar por tres o por ninguno? A punto estaba de soltar aquella caja de pandora y meterse en la cama cuando abrió la última página, una fea costumbre que la obliga a leer la frase final de un libro antes de empezarlo. Allí estaba. Nombre, dirección y número de teléfono. No podía creerlo, tanto tiempo intentando recordar su apellido, fracasando en cada una de las búsquedas en google, preguntando por quien le proporcionó los datos sin ningún resultado y siempre lo había tenido cerca. Todo lo cerca que puede estar la última página de una libreta cualquiera sepultada bajo kilos de recetas.Y entonces lo vió, un folio doblado por la mitad, el texto que le había salvado la vida, que le había proporcionado el éxtasis místico, la epifanía de su vida. 
Una tarde semilluviosa componía el paisaje de la última sesión con él, aunque ella no era consciente de que así fuera. Sin ningún acento específico le dió a leer esa misma página. Nada indicaba lo que iba a ocurrir. Mientras él terminaba una gestión pendiente que le obligó a salir de la sala ella devoró en un santiamén el par de párrafos. Levantó la cara, frunció el ceño, y lo releyó una segunda vez. Y entonces sucedió. Un mazazo en la cabeza, un viaje extra corpóreo, la última pieza de un puzzle de seis meses que al presionar con el dedo y colocarla en su sitio exacto suena como un martillazo en un yunque. Todo tenía sentido. Simple, precioso, perfecto.
Quizá fue la emoción de absorber una realidad aplastante, puede que fuera la visión de un mundo nuevo a su alcance, pero lo cierto es que cuanto él volvió a sentarse frente a ella y le preguntó cómo se sentía no pudo articular palabra, sólo lloraba en silencio, con el alma totalmente expuesta.
Después de aquello un apretón de manos, un deseo sincero, cuatro palabras de aliento, un abrazo en el bolsillo y la puerta se cerró a su espalda. Y allí quedó, abandonada a su suerte en plena ciudad, en una ciudad ahora desconocida.  La vida empezaba en ese instante. 
Joder, no recordaba donde había aparcado el coche.

dilluns, 15 d’octubre del 2012

Siempre sale el sol. Siempre.

And I'm still waiting for the rain to fall...



Dejó la puerta entreabierta para que una fina hebra de la luz amarillenta del pasillo se adentrase en la habitación, confiando en que ello bastara para desalentar a las bestias. Andó la decena de pasos descalza hasta el descansillo y allí se puso los zapatos apoyándose en el pasamanos de madera. Llegaron a la comisura de su sonrisa las primeras lágrimas. Se puede llorar de rabia y alegría a la vez, increíble pero cierto.

Amanecía cuando el primer tacón imprimió su sonido hueco en el adoquinado. El casco antiguo se despierta envuelto entre castaños, cedros y ginkos que danzan al son que susurra el viento, las adelfas se agarran a las faldas y los bajos de los abrigos y el sol intenta por todos los medios calentar el asfalto. Jane cogió el camino largo de vuelta a casa, el que cruza los jardines de una celebridad burguesa y en cuyo centro hay un círculo de bancos de piedra al amparo de unos madroños. Cogió un par de frutos rojos y, a diminutos mordiscos, los fue masticando mientras se perdía entre los cedros, los cipreses, los abetos... el sonido del cortacésped desquiciaba pero valía la pena, el olor a césped recién cortado la transportaba a los veranos de montaña y piscina. Alegría y dolor siempre de la mano. Se descalzó y metió los pies en la fuente, el agua estaba helada, pero de este modo tenía la excusa perfecta para tomarse un café con leche ardiendo, se lo había merecido. Hacía frío en la calle y todos los trajeados se resguardaban en el interior de la cafetería, así que pudo escoger el mejor sitio de la terraza. Las ocho en punto, era la hora. De la ventana del primer piso del edificio de enfrente, la escuela municipal de música, empezó a derramarse muro abajo, reptando por entre coches y transeúntes, el Impromtus Nº 4 op 66 de Chopin hasta impactar contra su piel. La vida se detuvo, en su totalidad, excepto esos dedos vertiginosos que golpeaban contra su sien con cada nota. Solo cuando hubo terminado la pieza pudo volver a respirar, suerte de un soplo de aire que por allí pasaba. Una cabeza se asomó tras el cristal e hizo un gesto. Ella respondió y le lanzó un beso con la mano. No se conocían, pero el ritual se repetía desde hacía tres o cuatro meses cada miércoles. Y entonces fue el turno de Gnossienne nº 1 y nº 4 de Satie.

Entró en casa con sigilo, descalzada otra vez, intentando que la perra no armara mucho jaleo. No respiraba, suspiraba entornando los ojos, y se deslizó como pudo hasta su cuarto sin hacer ruido. Se desnudó frente al espejo como hacía siempre, intentando escudriñar lo que otras miradas advertían. Dejó el vestido negro, la perdición como él lo llamaba, sobre el montón de ropa de la silla y se vistió con unos pantalones de pijama desgastados y una camiseta ancha violeta. No se había dado cuenta hasta ese momento de la caja de cartón que alguien había colocado sobre su cama. La abrió con la ayuda de la navaja que habitaba bajo su almohada y dejó escapar una carcajada que ahogó rápido con ambas manos al descubrir el contenido. Nada de flores, ni de bombones, ni perfumes, ni joyas, no era su estilo. Allí había agrupadas sensaciones, aromas, emociones y una cajita de música envuelta en un retal de lino. En él se leía: "Que mis ojos sean los tuyos, que mi voz te acompañe como tantas veces lo hizo la tuya y que nuestro tacto...". La caja era todo engranaje y una delicada manivela. La hizo girar suavemente y un sonido metálico inundó la estancia. No podía ser otra, siempre adoró los musicales y Rent tenía algo especial que no alcanzaba a entender. Colocó la caja al lado del elefante gris que velaba su sueño y se enfundó bajo las sábanas. Las camas individuales se calientan rápido.

... so take care what you ask of me cause I can't say no.

dissabte, 13 d’octubre del 2012

Silke



El infierno deja escapar a las más abominables de sus criaturas durante las primeras horas de un domingo. Padre e hijo encurtidos en sendas camisas de algodón escudriñan el paseo y olisquean a su próxima víctima, alguien a quien atragantar con su verdad, la única, sobre dioses magnánimos, paraísos celestiales y miedos atávicos.


El repiqueteo de las campanas la sobresaltó a las ocho de la mañana. Se había quedado dormida en el banco del parque, la humedad le había empapado la ropa y el frío hizo que no atinara a encontrar la chaqueta dentro de la bolsa. El efecto del vodka terminaba de evaporarse con los primeros rayos de sol. Al incorporarse sintió un latigazo en mitad de la espalda, la noche le pasaba factura. Se arrastró hacia la estación de metro que le quedaba más cerca no sin antes entrar en un bar para tomarse un café y adecentarse en el baño. El hedor la abofeteó de tal forma que terminó de despertarse. Tenía hora en el salón y era mejor no llegar tarde, necesitaba una sesión después del zarandeo de los últimos meses, de modo que se arregló el maquillaje como pudo, sacudió la arena de la falda y se colocó bien el corsé.

Solo necesitó cruzar la puerta y oír el suave zumbido para detener los pellizcos en los muslos, el mordisqueo en los labios, la piel irascible. Respiró aliviada. Le dio un beso a Pit y el le devolvió una palmada en el trasero, Lau esperaba dentro. Viejas costumbres. Sonrió al verla entrar, se levantó a darle un abrazo y le lamió la boca ante la mirada atónita de un chico que había allí. 

¿Esta vez qué será, Silk? 
Enreda algo en el antebrazo, una trepadora, lo que quieras. 
¿Te vale una judía?

Asintió, confiaba ciegamente en Lau en lo que a su arte se refería. Tenía unas manos increíbles, dentro y fuera del salón de tatuajes. Preparó el material sobre la bandeja sin apartar la mirada de Silke. La primera cura va a mi cuenta, le sonrió, espérame a que termine el turno y te vienes a casa. Viejas costumbres. 

La vibración de la pistola, la mano enguantada sobre su piel, la tinta penetrando al tiempo que algún capilar sangraba, el dolor confortablemente familiar... No sabía si perdía la cordura por completo o la recuperaba de nuevo. Tardaría como mucho un par de horas, pero bastarían para apaciguar a sus demonios durante unas semanas.


divendres, 12 d’octubre del 2012

Violeta


Cuando te han llamado puta a los diez años poco importa que lo hagan a los veinte. Y el monstruo de su infancia, que luego intentaría restablecer el vínculo paterno-filial, lo había hecho en tantas ocasiones que ya carecía de sentido. Pero seguía doliendo.

Es sencillo mirar a los ojos de alguien y descubrir en ellos lo que la boca esconde. No le costaba nada descifrar los reproches, esa taimada indiferencia que le escupía zorra a la cara cada vez que esquivaba su mirada.
Conocía el desdén, el veredicto en los silencios y la incomodidad en la cercanía, pero no alcanzaba a entender el motivo. A sus ojos debía ser una mujer despreciable, sin escrúpulos y llevada por la lujuria. Cuán equivocado estaba... Aunque aquel precipicio entre ellos lo había impuesto él mucho antes de que el huracán arrancara la estructura de sus cimientos.
Solo hubo una ocasión en que se liberó. Quizá fue la ginebra o la música a un volumen despiadado, sea como fuere él le confesó su admiración, le regaló decenas de halagos y la abrazó con ternura. Incluso le dijo que la quería.
Violeta se ilusionaba con facilidad de modo que percibió una puerta abierta donde no la había, ya que al cruzar el impacto con la madera le partió la nariz. Después de aquello resolvió que la pieza que no encajaba era ese instante de verborrea. Ya no le importaba lo más mínimo. La conexión era inexistente.
Pero la inconstancia y la leve incoherencia que habitaba su día a día le provocaba episodios de amnesia que la impulsaban a situaciones ridículas. De un modo inconsciente se aproximaba con cautela para retroceder ante sus respuestas huecas, hasta que un día apareció una pequeña abertura.

Dos cafés con leche para llevar y la perspectiva de una tarde incómoda. Se dirigieron a los jardines que habían abierto al público hacía pocos meses, justo enfrente de la plaza, y buscaron un rincón apacible a la sombra de uno de los muchos pinos que custodiaban la zona. Una vez agotadas las trivialidades de rigor ella le pidió que la mirara a los ojos y le azuzó: ¿Por qué no te gusto? ¿Acaso me odias?. El líquido cayó al suelo en mitad de una sinfonía de toses, noes, suspiros y perdones. Violeta le miraba con asombro, jamás le había visto ponerse nervioso, al menos no delante de ella. El silencio, únicamente roto por el goteo de las fuentes, los sumió en un duelo de miradas de la que ella salió victoriosa.
No la odiaba, pero no la quería cerca. Se sintió afligida ante aquella muestra de lo que ella interpretaba como desprecio.Él matizó al ver su cara descompuesta. Le resultaba demasiado difícil, no se sentía capaz. Empezaba a entender de qué iba todo aquello, así que hizo la pregunta apropiada: ¿Sientes lo que me dijiste la noche que...?. Rápido y sin levantar la vista del suelo le profirió un sí, sin vacilar siquiera.
Violeta se había sentido muy triste, y se emocionó con mayor facilidad. Dispuso sus manos alrededor de su cara y la alzó para contemplar sus ojos verde azulados. Ni rastro de los insultos ni de las críticas odiosa. Ya no evitaba su mirada. Al contrario que con el resto del mundo a él era más fácil descifrarle los latidos cuando cerraba los ojos y se dejaba llevar.

Imanes


Había intentado salir de esa pequeña ciudad de todos las maneras posibles: en tren, en coche, en avión, haciendo autoestop... En una ocasión lo intentó en bicicleta. Retrasos, pinchazos, anulaciones. Todo valía. Al final Jane tuvo que rendirse a la evidencia, no se marcharía nunca.

Volvió al bar que la acunaba desde horas tempranas y pidió lo de siempre. Lemon drop. Descubrió este coctel en una fiesta hacía años y desde entonces no bebía otra cosa. Se apoyó en la barra y observó al ganado, como ella lo llamaba. Desde aquel rincón todo se resolvía entre neblinas. 
Entonces entró él. 
No pudo evitar recordar la primera vez que le vio, como lo hacía ahora, de pie en el zaguán de la puerta. Su sonrisa captó la atención de Jane al instante y ella le devolvió una mirada felina. Aquella noche la pasaron hablando y riendo hasta el alba, momento en el que decidieron buscar un sitio más tranquilo. 
La rastreó con la mirada y, al encontrarla, se acercó lentamente. Se sentó a unos tres metros sin desclavar esos ojos de mar de los suyos. Pidió un gintonic y empezó a acortar distancias deslizándose por los taburetes acolchados. Tenía los ojos amoratados, había perdido peso, aspecto algo desaliñado aunque cuidadosamente acicalado y barba de dos semanas. Le partía el alma, pero seguía estando arrebatador. Ella se mantenía erguida con la espalda apoyada en la pared mientras hacía esfuerzos para evitar verbalizar todo aquello que se le hacinaba en el pecho desde el primer día. El corazón se le precipitaría por la boca si articulaba palabra alguna. No podían evitarlo. No querían evitarlo. Sito le acarició la mano con dulzura y la apretó hasta hacerle daño. Tanta intensidad acabaría por consumirlos; más de lo que ya lo había hecho. Jane jugó con su alianza, le quemaba su existencia. Así eran las normas. Un mundo esperpéntico lleno de pautas absurdas y de corsés tiránicos. Y en mitad de esa insensatez estaba él, el elemento más incoherente de todos. Suerte que a Jane le gustaban los puzzles. Se había pasado semanas intentando superar aquello pero había cometido un error, el clásico error de principiante. No quería superarlo, se dejaría arrastrar al infierno una y mil veces con tal de volver a sentir su respiración cerca de la suya. 
Cuando hubo terminado la copa le pidió a Sito que pagara y, cogiéndole de la mano, salieron al exterior. Hacía frío. Caminaron las tres calles de rigor hasta el hotelito que les había acogido tantas veces. No hablaban. El vaho de las tres de la madrugada amortiguaba sus pasos. La chica de recepción les recibió con cortesía y les dio la llave de la habitación 44, la misma que aquel amanecer en que todo empezó.

No había cerrado la puerta tras de sí cuando él la abrazó con fuerza. El pecho le palpitaba con violencia y su olor era embriagador. Lo había echado tanto de menos. Ella saltó encima de él y le rodeó la cintura con las piernas al tiempo que le besaba como si su vida le fuera en ello. Su sabor... ese dulce caos de almizcle, su perdición. Sito se sentó sobre la cama, la desnudaba con vehemencia mientras le lamía el cuello. Jane le quitó la camiseta y lo tumbó sobre las sábanas. Sabía que le gustaba verla así. Le desabrochó los pantalones y se los quitó de un golpe. Él se incorporó, la levantó en volandas y la lanzó sobre los almohadones. Sus pieles no entendían de compromisos, cuando estaban juntos se convertían en animales que poco o nada sabían más allá del deseo y el apetito. Se devoraban, gritaban, arañaban, mordían.

Esperó a que estuviera dormido para vestirse, recoger un poco y abandonar la estancia con sigilo no sin antes memorizar su respiración, tranquila y apacible. Esa noche no le destrozarían los monstruos.

Jane sacrificaba pedazos de su cordura y su energía cada vez que se encontraban. Se sentía más liviana aunque no podía librarse de aquel pensamiento, la nada avanzaba y amenazaba con tragarse su corazón en cualquier momento.

De camino a casa iba ensimismada en sus pensamientos cuando el aleteo de una mariposa la despertó. Volvía a ser primavera.

Es una lástima que las chicas como ella jamás ganen.

dimecres, 10 d’octubre del 2012

Suzie


Debía acabar con ellas. Exterminarlas.

Entró en la estancia dispuesta a dar un poético final, el más apropiado, a esa excentricidad. Las paredes de melocotón que había pintado el verano pasado quedaban ocultas tras el destello de los miles de colores que allí se daban cita. Cerró la puerta tras de sí y el sonido del revoloteo hizo que se le acelerara el corazón. Un rayo le atravesó la columna. Había llegado demasiado lejos y ninguna alternativa a lo que iba a acometer servía de nada. Si dejaba las ventanas abiertas ni una sola de esas magníficas criaturas la abandonaba. También intentó enjaularlas pero lograban, aún no sabía cómo, escapar y volver a empapelar la habitación. Llegó a encerrarlas con una docena de arañas; cinco minutos bastaron para que los pobres arácnidos perecieran. Suzie sabía que solo existía un modo. Debía hacerlo ella, con sus propias manos.

Se arremolinó la melena en un moño. Los destellos del sol sobre las alas irisadas la cegó. 

Empezó suave, golpeando la pared con la mano, aplastando un par cada vez. Lo sabían, percibía que lo sabían, y seguían sin escapar hacia la arboleda que había a pocos metros de la casa. Avivó el ritmo al tiempo que las lágrimas resbalaban por sus mejillas. Adoraba a esos seres diminutos, las había alimentado y cuidado los últimos meses, pero ya no había sitio para ellas. Se abalanzó sobre el tabique contiguo arrastrando los brazos para que cayeran al suelo. Las pisoteó sin dejar de llorar. Y entonces la demencia le arrebató el poco juicio que le quedaba. Lanzó un grito desgarrador y volaron hacia ella cubriéndola por completo, se arrojó al suelo y rodó de un lado a otro sintiendo cómo sus minúsculos cuerpos cedían y crepitaban al triturarse contra el parqué. Cada crujido le atenazaba la razón, cada muerte le despedazaba la respiración.

El espejo le devolvió un espectro. El pelo enmarañado lleno de cadáveres, los ojos enrojecidos de tanto llorar, las mejillas encendidas y en la comisura del labio una ala tornasolada. Era preciosa. La cogió con ternura y la deslizó sobre la palma izquierda con el fin de contemplarla mejor. Tenía las manos manchadas de sangre. Tragó saliva y el cuello se le antojó el infierno. Guardó aquel resto en una caja vacía de cerillas que había en el baño y se dio una ducha.

Recogería por la noche, ahora debía ir a la sala donde la esperaba el grupo del martes. Aquellos juguetes no se iban a arreglar solos y las pequeñas estaban ilusionadas con aprender a hacerlo. Agarró el maletín con delicadeza y abrió la puerta con una gran sonrisa.

Buenas tardes, mariposas.

dimarts, 9 d’octubre del 2012

Paso 1: El Big Bang



Caer y levantarse. 

Era una manera simple, aunque contundente, de definir su vida. Constantemente se encontraba con la nariz pegada al suelo y la camiseta manchada de sangre. Las intermitentes visitas al hospital y la incoherencia de sus versiones habrían hecho sospechar a cualquiera que se hubiera atrevido a ver más allá de su metro noventa y sus cien kilos. 

Le conocí en una tienda de música. Buscaba un violín nuevo para mi hermana, un Amati del que hablaba hacía meses, cuando el sonido dulce y metálico de un oboe captó toda mi atención. Más adelante sabría que tocaba una pieza de Mozart, el Oboe Concerto en C. Me senté en el taburete de una de las baterías que había detrás de él y me limité a escucharle. Ese chico estaba convirtiendo una aburrida tarde de compras en una experiencia mágica y maravillosa. Terminó y me descubrí aplaudiéndole, no podía dejar de sonreír. Se sonrojó y me dio las gracias. Le invité a tomar un café y, tras insistir un par de veces, aceptó. Fuimos a una pequeña cafetería que había en la esquina de esa misma calle y, entre el aroma del café y la repostería recién hecha, le hice un tercer grado. Quería saberlo todo, necesitaba conocer su historia. Curiosamente él no puso objeción, todo lo contrario, me habló de su fijación desde pequeño con los instrumentos de viento, su adolescencia escuchando a Coltrane y a Parker, a Amstrong y a Davis, su aprendizaje y lo poco comprensivos que habían sido sus padres con esa necesidad visceral de tocar. Había oscurecido hacía horas y ambos empezábamos a tener hambre. Esa noche tocaban unos amigos en un parque no muy lejos de allí, me dijo, y sería divertido. Acepté sin pensarlo, aunque antes nos acercaríamos a un garito donde hacían los mejores bocadillos de la ciudad. Feta con aguacate y brie con rúcula. Una mitad para cada uno.
Dispuse la manta sobre el césped mientras él saludaba a sus amigos. Nos acomodamos y seguimos la conversación hasta que empezó la música. En cada pausa él me indicaba qué pieza habían tocado, me recordaba el nombre del saxo, de la contrabajo, del pianista, de la trompetista, y se interesaba por si me gustaba más o menos lo que oíamos. En mitad del concierto uno de ellos le hizo subir al escenario e interpretaron Raphsody in blue de Greshwin. Se me erizó la espalda al despertar las primeras notas. Adoro esa canción.
Terminó el concierto y tras despedirnos del grupo andamos un buen rato hasta llegar a una zona de juegos. Nos sentamos en los columpios y divagamos sobre los problemas de la sociedad.
Me despertó el sol despuntando sobre la fuente. Dolía. Yo estaba sentada en el suelo con la espalda apoyada en la valla de madera y él estirado cuan largo era con la cabeza sobre en mis piernas. Rebusqué en mi bolso al encuentro de las gafas de sol. Le acaricié suavemente la barbilla rasposa hasta conseguir despertarle. Necesitábamos un café con leche y unos mini croissanes de chocolate con urgencia, así que nos dirigimos a la mejor panadería del centro.


Jane



Las vías del tren tienen un componente hipnótico a las cinco de la mañana que evocan al suicidio con total naturalidad.

El viento sacudía con fuerza la falda de Jane. Otra noche de búsqueda absurda y ligeramente auto destructiva en el centro de la ciudad. Era más intenso aquel instante, allí de pie a la espera de un asiento más o menos cómodo que la acercara a casa, que el conjunto de horas sucedidas hasta ese momento. Cerró los ojos y volvió a la cocina, a Etta James susurrando Stormy Weather, a sus brazos rodeándola. El sabor frío del hierro la despertó. Ya no importaba. Esta vez había sido el turno de Sergio. La había invitado a cenar a un japonés de los muchos que habitaban el barrio de moda de ese trimestre y la conversación se había sucedido entre tópicos de trabajo, comentarios comedidos sobre política y sociedad y una lista de sitios a dónde podrían ir en cuanto terminaran. Mediocre, nada estimulante. Fueron a una coctelería con música en directo pero al poco ella le dijo que se encontraba cansada y le pidió que la acompañara a la estación. Quería terminar con aquello rápido, no había sido tan buena idea al fin y al cabo. Iban de camino cuando él la paró en mitad de la calle y empezó a besarla. Sabía que no le encontraría allí, pero se sentía triste y le gustaba saberse deseada por alguien más, así que se dejó ir. Se metieron en un callejón y siguieron besándose. No sabes el tiempo que llevo deseando que esto pase, le dijo él, y la volteó para ponerla contra la pared. No tardó mucho en correrse. Eres increíble, le repetía, como si follar en un rincón de la ciudad significara algo para ella. Pautas sociales para despedirse y poco más. Realmente estaba agotada.

La luz verde seguía parpadeando. Encendió el teléfono. Siete mensajes pendientes. Toda aquella historia era una locura, pero allí estaba Jane. Sonó la melodía que tenía para él en el móvil, Help yourself de Amy Winehouse. Con la mano temblorosa deslizó el dedo por la pantalla. 

¿Qué haces despierto a estas horas?

dimecres, 3 d’octubre del 2012

En el arte se encuentra el vacío


"En aras del arte, o escudándose tras él, se han cometido a lo largo de la historia, y se perpetuan hoy día, verdaderas atrocidades. Sus creadores siempre han gozado de impunidad prácticamente divina al ser elevados por encima del vulgo. El arte, concepto parcialmente abstracto y completamente subjetivo en lo esencial, es de difícil definición. 
¿Cómo acotar aquello que por ende depende del sentimiento de uno o mil individuos?"


Susana rellenaba las grietas de las paredes del piso con textos como estos evitando así morir congelada. Cogía una de las mil libretas que poblaban el suelo, las abría en busca de una hoja sin garabatear, vomitaba en ella, la arrancaba sin piedad y la embutía en un hueco cualquiera sin releerlo siquiera. Pasaban los meses y cada vez se asemejaba más a una autómata. No se podía permitir sentir, de modo que fue a aquel garito anti higiénico a dos calles de su piso y se hizo extirpar el corazón. Puesto que la faena fue una chapuza, con 20 euros hoy día no llegas a ningún sitio, le quedó una cicatriz en la rodilla derecha y la necesidad visceral de vomitar en papel de tres a cuatro veces por semana. 

Hoy el viento soplaba con cierta crueldad, tan fuertes eran las embestidas que golpeaban la fachada del edificio que uno de sus lapsus de tinta voló a mis pies. Los ojos se le engrandecían cuando dormía. Me senté en el rincón de la cama que no ocupaban ni ella ni el perro y lo abrí cuidadosamente. Nunca dejaba que leyera lo que escribía. Alisé con suavidad el pedazo de papel. En él describía la primera vez que formó parte del arte, aquella ocasión en que, como ella siempre decía, se convirtió en lienzo. Pintaron su cuerpo cinco, seis veces quizá, tuvo que estar erguida en la misma posición minutos que se eternizaban, pasó frió en una nave industrial en pleno invierno. Cuando contaba la anécdota el auditorio al completo reía, pero lo que allí decía no tenía nada que ver. Susana atesoraba esas horas en la oscuridad. Había logrado lo que ansiaba: desaparecer. Se convirtió en tejido y dejó de ser. Era un mueble más, atrezo. Su reflexión final me erizó la espalda...

"La mano ejecutora contiene la verdad que es el arte. El espectador aguarda a que el talento ajeno lo turbe o lo apasione. Y en ese fuego cruzado soy sin ser, estoy mientras dejo de existir. El vacío. Familiar, dulce y apacible vacío"

Volví a dejar esa epifanía en su grieta. En cuanto suba de peso enyesamos las paredes.

dilluns, 1 d’octubre del 2012

La soledad del pedestal


La primera vez que me elevaron fue mágica, una suerte de nirvana hecho piedra y rodeada de nubes. 
Una pérgola de madera recreaba mi rincón especial, aquel al que tantas veces me veía obligada a huir cuando el mundo se tornaba gris y hostil, había enredaderas que abrazaban en espiral columnas de alabastro, el aroma de las mil flores que allí crecían invadían cada recoveco, ya fuera de noche o de día. El tenue sonido del arroyo y el runrún rítmico de los grillos siempre lograba adormecerme de modo que aprovechaba para tenderme sobre la hierba y descifrar nubes mientras el sol me calentaba con suavidad.

Así fue la ascensión. La caída fue terrible. Una y mil veces.

Jamás se pierde la cuenta de las ascensiones, quien sabe si debido a la poca cantidad, pero recuerdo cada escalada. La presión de los gatos en los pies, el olor del magnesio, el pulso acelerado, la tensión en las piernas, el sudor resbalando por la espalda, el dolor en los dedos, el sabor de la roca, el miedo, la lucha contra ti misma, el resuello constante, el encumbramiento, la satisfacción. 

Y entonces llega el abandono, la renuncia.
Pasé tanto tiempo aquí arriba aguardando visitas que perdí la cuenta de los días, de los meses, en ocasiones incluso años en los que me tuvieron aquí enjaulada. Si hubiera aprendido a volar...

Vuelvo al pedestal, sin ilusión y aislada de todo. Las columnas se han resquebrajado, ya no hay hiedra que las abrace, y la pérgola se ha desmoronado devorada por la carcoma. El suelo está agrietado, no hay sonidos que adormezcan, ni sol que entibie, ni hierba sobre la que acostarse. La única visita es la de alguna libélula despistada.

El camino es siempre dulce, atestado de palabras tiernas, de sueños colectivos, de gruñidos y susurros, de deseos de alimaña. Pero llegado el momento la reclusión todo lo empaña, y donde antes había horizonte ahora hay un muro de argamasa sin una simple capa de yeso.

Viejas costumbres... vuelvo a jugar al ajedrez con él, ese vacío existencial que siempre me será fiel, quizá el único. Hace años que intento que me enseñe a jugar al backgammon pero se niega, y es que siempre dejo que se coma mi rey.