dijous, 25 d’octubre del 2012

Naike



La casa despedía un aire gélido cuando entró en mitad de la noche. Encendió las luces del pasillo y fue directa al vestidor. Se sentó en el pequeño sillón que había comprado un domingo lluvioso en uno de los muchos mercadillos de segunda mano que invadían la ciudad. Lo primero que le llamó la atención fue el color granate de la tapicería. Más que sugerente ese asiento era una abertura a su rincón más fetichista. Los espejos le devolvieron el reflejo de una mujer joven, con la espalda erguida y las piernas ladeadas. Con suavidad sujetó el tacón del zapato derecho y movió el pie para desasirse de él. Mantenía el tacto aterciopelado, el lazo intacto y sus vertiginosos once centímetros impolutos después de tanto tiempo. Desencajó el zapato izquierdo del talón y lo dejó colgando sobre los dedos. Recordó la última lengua que serpenteó por ellos. Se puso de pie y con un movimiento rápido se quitó el vestido de punto rojo. Buscó de reojo su perfil. Pasaban los años y aún sentía que se debía al pecado. Volvió a sentarse y se inclinó para desabrochar uno por uno los elásticos de blonda rosa del liguero. Deslizó los dedos bajo la media acariciando con la totalidad de la mano su piel y arrastrando la tela con ella. Hizo lo mismo con la otra media pero esta vez fijó su  mirada en el parpadeo verde. Sonrió. 
Solo vestía un coulotte de algodón negro con un botón nacarado en el borde cuando abrió la puerta de la entrada. Unos minutos y ya me hubiera metido sola en la cama, le dijo. La silueta que aguardaba aún en la calle se estremeció y emitió un sonido parecido a "aaaffffuuu". Agarrándola con delicadeza de las solapas la invitó a entrar, la acercó hacia sí tanto que hizo que su nariz se precipitara sobre con sus cabellos. Inspiró tres veces. La visita paseaba su mirada de aquel botón, que se movía ligeramente bajo el ombligo cuando ella hablaba, a la puntilla que enmarcaba las caderas. Sin previo aviso se le pegó por detrás, le apartó el pelo con cuidado del hombro y le clavó los dientes con dulzura paseando ligeramente la punta de la lengua hacia la nuca. Se quitó la chaqueta ayudándose de leves movimientos dejando que resbalara hasta el suelo y acarició su cintura abrazándola por completo. Se metieron en el primer cuarto que encontraron, la cocina. Naike se sentó sobre la mesa y rodeó a su cita con las piernas al tiempo que atraía su cara hacia la suya. Mordió sus labios y se aferró a ellos con la intención de no dejar que escaparan. Todos los poros de la piel se erizaron al instante. Sumergió las manos bajo la camiseta y la arrancó de un golpe. Absorbió el aroma que desprendía su cuello y lamió las finas clavículas. Hundió sus dedos en la melena cuando en un impulso la agarró del trasero y la acercó con cierta vehemencia. Le susurró una obscenidad y la empujó con mucha ternura hasta que su espalda tocó por completo la madera de la mesa. Sintió como desaparecía el tacto de la única pieza de ropa que llevaba. Una mejilla reptaba por el interior del gemelo derecho, por la rodilla, por el muslo... Una dentellada en el lunar que se alojaba en la ingle izquierda. Volvió a bajar y esta vez un hormigueo cruzó su columna al notar el calor de la saliva que subía muy lentamente. Las manos a ambos lados de las caderas impidieron que se retorciera cuando hundió su lengua. El techo pareció rasgarse y de todas partes llovían gemidos, risas y gruñidos que inundaban la estancia. Como pudo logró incorporarse y alzó la cabeza de su amante. Lamió su barbilla y ascendió hasta su boca en la que se perdió unos segundos. Cogió su mano y subieron al vestidor. Se tendieron sobre la alfombra y terminaron de convertirse en alimañas mientras observaban sus cuerpos fundiéndose.
Se miraban fijamente con las manos anudadas, no lograrían jamás cortar esa hebra que unía a lo más salvaje de sus espíritus. Algún día lo gritarían al mundo entero, pero no esa mañana que empezaba a despuntar. Se besaron. Debían dormir un poco antes de volver con sus maridos.