diumenge, 21 d’octubre del 2012

Sinestesia


sinestesia s. f. FISIOL. Sensación secundaria que se produce en una parte del cuerpo a consecuencia de un estímulo aplicado en otra. 2. SICOL. Sensación subjetiva, propia de un sentido, determinada por otra sensación que afecta a un sentido diferente.


Despertó sentada en una silla plegable de madera en mitad del prado. Ya había amanecido, al fin, aunque la generosa altura de las montañas que frente a ella se elevaban no permitiría la entrada a los primeros rayos de sol hasta pasadas un par de horas. No muy alejado el tañido metálico de los cencerros componía un cuadro digno de la mano de Théodore Rousseau. Las vacas pastaban entre la neblina de la mañana, el rocío lo calaba todo sin excepción. Inspiró profundamente y un ligero sabor a hierba le llenó las fosas nasales. Abrió los ojos sorprendida ante aquella extraña sensación. Volvió a inspirar y esta vez descubrió un matiz dulce que le recordaba al almuerzo. Giró la cabeza y en el porche de la casa Marien untaba mantequilla sobre una rebanada de pan tostado. No le costó asimilar que estaba oliendo sabores. Sin pensarlo demasiado cruzó la distancia hasta llegar al descansillo corriendo y fue directa a la alacena deteniéndose un momento para meter la nariz en el horno y degustar los maravillosos bollos de leche que hacía aquella mujer. 
Mermelada casera de moras, la caja dónde guardaba las galletas de miel y canela, longanizas suspendidas en el aire secándose junto a pimientos de cayena, botes de cristal con tomates en conserva, una cesta con setas recolectadas la tarde anterior. No necesitaba acercarse demasiado para paladear lo que allí se escondía. Tenía que hacer esfuerzos para no llenar el suelo de saliva, aquella percepción se había adueñado de ella. Un presentimiento le cruzó la mente. Abrió la boca y sacó la lengua. ¡Ahí estaba! Los aromas se le pegaban casi hasta anudarla. Dulce y salado, incluso el ligero tono amargo de una cebolla en descomposición. Volvió a la cocina y los bollos esperaban en la rejilla sobre la encimera. Partió uno y eligió el trozo más pequeño. Sopló hasta que estuvo lo suficientemente frío y se lo metió en la boca. Faltó poco para que los ojos rodaran por el embaldosado. Olía la harina, la leche, la mantequilla. Aquel aroma que tantas tardes la habían acompañado ahora se alojaba en su paladar. El mundo se había vuelto loco, o quizá ella. Agarró un par de aquellas delicias y subió al segundo piso a disfrutar de tal rareza, en cualquier momento podía evaporarse. Entró en la biblioteca y desapareció tras el sillón de orejas. Mientras comía con lentitud saboreó el aroma del cuero rojo a sus espaldas, el polvo sobre las estanterías, el papel gastado de los libros, la madera del piano. Oyó que alguien entraba y permaneció quieta como un ratón tras una bala de heno cuando se adentra el gato en el cobertizo. Sacó la cabeza sin dejar de ocultarse y observó que la hija pequeña de Marien, Gaëlle, estaba de pie frente al piano golpeando suavemente las teclas y con la cabeza apoyada sobre el atril. Enderezó la espalda y se sentó en la banqueta. Entonces ocurrió. El principio fue delicado, una armonía blanda que fue sometiendo cada centímetro de su piel. El sonido se introducía de forma sedosa por el pecho y se expandía por todo el cuerpo como el calor de un vaso de ginebra en pleno mes de enero. Aquello sublimaba el espíritu. Le parecía ver las notas como serpenteaban desde la punta de los dedos hasta el hombro. El tacto de la música era, sencillamente, asombroso. Gaëlle cambió el estilo y se atrevió con una pieza más enérgica. Las cosquillas dieron paso a las caricias que iban tornándose fricción. Las mejillas enrojecieron al sentir como aquella melodía ascendía por las piernas. Intentaba mantener enmudecida la respiración agitada pero no sabía si lograría que la pequeña no la oyera. Los compases lamían cada ápice de su organismo y empezaba a sentir como se acercaba el éxtasis. Se mordió el labio tratando de frenarlo pero su cara exhibía el deseo de que ocurriera. El hormigueo la clavó al suelo al tiempo que levantaba la cabeza al techo y dejaba escapar un siseo al aire que quedó absorbido por el sonido de la interpretación magistral de la niña.
Esperó a que se hubiera ido para volver a moverse. No entendía lo que acababa de ocurrir aunque no le preocupaba desconocerlo, le bastaba con saber que había sucedido. Se incorporó y se dejó caer sobre el sillón. Apenas podía abrir los ojos. Cogió el último pedazo de bollo y lo dejó entre los labios. Suspiró obligando al aire a esquivar la porción de pan y lo hizo entrar en la boca. Esbozó una sonrisa al advertir que sabía como siempre, como lo había hecho esas tardes de otoño. En realidad no necesitaba más.



El instante anterior a que dé comienzo el diluvio el tiempo se detiene. Nada parece advertir que en apenas unos segundos el sonido del agua llenará las calles e inundará el paisaje. Chopin es la compañía perfecta para ese momento... Y el posterior.