dissabte, 16 de febrer del 2013

Sobrevivir


Si el dolor que me provoca el estómago devorándose a sí mismo no fuera tan espantoso estaría disfrutando de este maravilloso cielo campestre coronado con una constelación de Casiopea hasta ahora jamás contemplada. Fugaces fotogramas se entrelazan fundiéndose con la angustia de saberme cadáver en breves instantes (eso espero). La húmeda brisa agita los tallos de hierba que me acarician las mejillas suavemente mientras trato de alcanzar su mano entre la densidad esmeralda. Su piel, aunque no responde al tacto, aún está caliente. Consigo reptar el par de centímetros necesarios para apreciar su rostro, mis músculos arden crueles pero sus ojos entreabiertos y quizá ya inertes lo merecen. Un último suspiro, solo pido eso. Un último sueño que me permita abandonarme.
No recuerdo cómo pero logré hacer pasar por gastroenteritis una de mis crisis afectivas cíclicas en el trabajo, de modo que disponía de un miércoles entero para dedicarlo a deambular por las calles de la ciudad. Sí recuerdo que se sentó a mi lado en el banco del paseo marítimo, ni cerca ni lejos, mientras yo me devanaba los sesos en sacar alguna melodía mediocre de la guitarra con que acompañar la mierda de versos que había escrito la noche anterior. Es precioso, musitó, sin dejar de mirar el mar. Se giró y sus ojos verdes impactaron con mi razón. Olía a galleta de mantequilla recién hecha. Creo que si en aquel momento me hubiera pedido que me lanzara desde el espigón lo hubiera hecho sin pensarlo dos veces. En lugar de eso me ofreció que la acompañara a arrastrar los pies en la arena. La realidad suele obligarme a acudir aquí cada cierto tiempo a desintoxicarme, pero nunca es suficiente y termino sentada sobre una roca hablándole a las gaviotas y a los gatos que toman el sol. Joder, aquello debería haberme hecho correr en dirección contraria pero sus ojos me lo impedían, tenían un efecto magnético y más que embriagador, lo comprobé horas más tarde cuando ninguna cerveza me la sacaba de la cabeza. Me acosté en la cama jugueteando con el pedazo de papel garabateado con su número de móvil. Todo me decía que no lo hiciera, que no la llamara a las tres de la madrugada para decirle que no podía dejar de pensar en ella, que se me había clavado en el alma y me dolía la distancia de su piel. Fue exactamente lo que hice justo después de oír su frase inicial: has tardado más de lo que esperaba.
"El mundo se reduce a un círculo blanco entre la negrura y un silbido intermitente que me golpea la sien. El ataque de histeria hace que el silencio de mi alrededor se resquebraje con mi risa al tiempo que la angustia me retuerce. Un ligero murmullo con mi nombre impreso me devuelve a este infierno."
Debería haber sospechado de sus amigos de sonrisa vacía y lino, de una mansión en mitad de un pueblo en ruinas a kilómetros de la civilización a la que solo se puede acceder a pie, de aquello a lo que llamaban sala de máquinas, de la sirena que avisaba de las comidas. Debería haber sospechado de las miradas de los demás visitantes. Pero sobretodo debería haber sospechado de las ausencias de Naika, del distanciamiento, de la mudez de sus ruidos.
Al principio me resultó interesante la teoría en sí: dando por válida la pirámide de Maslow, sustituir todas las necesidades por la nada. Engañar al cerebro por medio de las nuevas tecnologías para alcanzar el cuarto estado de conciencia. Si hubiera sabido que aquellos zumbados intentaban llevarlo a cabo habríamos huido de inmediato. Pero de algún modo que desconozco me encontré frente aquel ordenador las 24 horas del día. Hablaba con Naika, comía virtualmente, dormía sin dormir, hice nuevas amistades, creamos comités, llegué a tener cierta reputación y todo. Me pedían consejo. Durante varios días, perdí la cuenta al poco de estar entre aquellas paredes sin ventana alguna, viví de aquella forma y la verdad es que, aunque al principio fue duro, al poco me adapté. Y ella estaba tan feliz, o eso decían sus emoticonos. De hecho creí adquirir el cuarto estado de conciencia, hasta que un día un ratón de campo me mordió el dedo gordo del pie. Bajé la vista y allí estaba mordisqueándome sin compasión, entonces las vi. Mis rodillas, las piernas, levanté la vista y observé mis manos y mis brazos, debía haber perdido más de quince kilos. Acerqué los dedos huesudos a mi cara y topé con los pómulos y nada más. Salté del sillón y me di de bruces contra el suelo. Tardé varios minutos en conseguir ponerme en pie y varios más en encontrar la sala donde estaba ella. Nadie me prestó atención, ni siquiera ella, y tras varios intentos fallidos opté por el mismo método que me había despertado a mi. Le mordí el dedo gordo del pie. Resultó. 

"Una luz me ciega y detrás de ella alguien pronuncia mi nombre. Nos han encontrado. Me suben a una camilla, gritos ensordecedores nos rodean. Intento voltearme hasta donde está Naika. También está sobre una camilla y un chico le coloca una mascarilla con oxígeno. Me dicen que mis piernas están rotas y quizá no puedan salvarlas. No me importa."
Mi bolsillo derecho vibra, la luz verde parpadea codiciosa. Llegará en diez minutos, ha encontrado atasco en el aparcamiento. Es mi primera prueba de velocidad y no quiere perdérsela. La veo pasearse entre las gradas hasta llegar a su asiento con el vestido blanco que le regalé por nuestro aniversario. De no ser por ella lo habría dejado todo. La carrera va a empezar y mis prótesis deslumbran al público. Naika sonríe.