dimarts, 16 d’octubre del 2012

Renacer


Un número de teléfono, un maldito número de teléfono que hace las veces de puerta del averno. El frío de la cocina, el reflejo sobre el metal estallando en la pared desteñida, los dedos helándose alrededor del pedazo de papel. El corazón exprimido, respirar duele. Nueve cifras garabateadas semanas antes. Los rizos intentan alcanzar el océano, los pies están incrustados en la roca. La expectativa del albor en el horizonte. Ahora o nunca.

Se había enfrentado a su pasado en incontables ocasiones, pero ello no lo hacía más sencillo. Todo había empezado al ordenar la montaña de libros de cocina, facturas, recibos, revista y demás papeles que tapizaban el escritorio, una suerte de mikado en precario equilibrio. Escondida bajo la cocina vegetariana aguardaba aquella libreta azul, una de muchas, que fue a parar al montón de "mirar y ordenar". La prioridad era reubicar la biblioteca gastronómica, de modo que quedó pendiente de archivar sobre la silla donde lanzaba la ropa. Fue al acostarse, justo después de arrancar la camiseta vieja que hacía las veces de pijama, que cayó al suelo el cuaderno. Lo abrió por el principio, sin excesiva curiosidad. Una fecha encabezaba la hoja: 21/03/2005. Las primeras treinta páginas relataban el día a día en la hípica en la que había vivido y trabajado años atrás. Detallaba a la perfección la faena con los caballos, los alumnos, los incidentes ocurridos más o menos importantes y los tratamientos veterinarios a seguir. Había olvidado la mayoría de lo acontecido en aquella época (como le sucedía con prácticamente todo el pasado), solo guardaba una docena de anécdotas en la memoria y no solía rescatarlas.
Tras varias hojas en blanco otra fecha, esta vez del 2006. Allí había narrado sus emociones, sus sentimientos y una descripción algo sobreactuada del caótico mundo en el que vivía. Una punzada en el corazón. ¿Había amado realmente a aquel chico? En cierto modo si, y quizá por ese motivo se sentía tan culpable por el trato que le propinó y por su reacción pseudoadolescente al conflicto. Debería pedirle disculpas, se dijo. Siguió avanzando sin leer, se avergonzaba demasiado de su yo pasado como para revivir esos días absurdos y egoístas. Una carta sin enviar, ninguna novedad, a otro chico. ¿Qué coño le pasó? ¿Tan desesperada estaba como para suspirar por tres o por ninguno? A punto estaba de soltar aquella caja de pandora y meterse en la cama cuando abrió la última página, una fea costumbre que la obliga a leer la frase final de un libro antes de empezarlo. Allí estaba. Nombre, dirección y número de teléfono. No podía creerlo, tanto tiempo intentando recordar su apellido, fracasando en cada una de las búsquedas en google, preguntando por quien le proporcionó los datos sin ningún resultado y siempre lo había tenido cerca. Todo lo cerca que puede estar la última página de una libreta cualquiera sepultada bajo kilos de recetas.Y entonces lo vió, un folio doblado por la mitad, el texto que le había salvado la vida, que le había proporcionado el éxtasis místico, la epifanía de su vida. 
Una tarde semilluviosa componía el paisaje de la última sesión con él, aunque ella no era consciente de que así fuera. Sin ningún acento específico le dió a leer esa misma página. Nada indicaba lo que iba a ocurrir. Mientras él terminaba una gestión pendiente que le obligó a salir de la sala ella devoró en un santiamén el par de párrafos. Levantó la cara, frunció el ceño, y lo releyó una segunda vez. Y entonces sucedió. Un mazazo en la cabeza, un viaje extra corpóreo, la última pieza de un puzzle de seis meses que al presionar con el dedo y colocarla en su sitio exacto suena como un martillazo en un yunque. Todo tenía sentido. Simple, precioso, perfecto.
Quizá fue la emoción de absorber una realidad aplastante, puede que fuera la visión de un mundo nuevo a su alcance, pero lo cierto es que cuanto él volvió a sentarse frente a ella y le preguntó cómo se sentía no pudo articular palabra, sólo lloraba en silencio, con el alma totalmente expuesta.
Después de aquello un apretón de manos, un deseo sincero, cuatro palabras de aliento, un abrazo en el bolsillo y la puerta se cerró a su espalda. Y allí quedó, abandonada a su suerte en plena ciudad, en una ciudad ahora desconocida.  La vida empezaba en ese instante. 
Joder, no recordaba donde había aparcado el coche.