dissabte, 13 d’octubre del 2012

Silke



El infierno deja escapar a las más abominables de sus criaturas durante las primeras horas de un domingo. Padre e hijo encurtidos en sendas camisas de algodón escudriñan el paseo y olisquean a su próxima víctima, alguien a quien atragantar con su verdad, la única, sobre dioses magnánimos, paraísos celestiales y miedos atávicos.


El repiqueteo de las campanas la sobresaltó a las ocho de la mañana. Se había quedado dormida en el banco del parque, la humedad le había empapado la ropa y el frío hizo que no atinara a encontrar la chaqueta dentro de la bolsa. El efecto del vodka terminaba de evaporarse con los primeros rayos de sol. Al incorporarse sintió un latigazo en mitad de la espalda, la noche le pasaba factura. Se arrastró hacia la estación de metro que le quedaba más cerca no sin antes entrar en un bar para tomarse un café y adecentarse en el baño. El hedor la abofeteó de tal forma que terminó de despertarse. Tenía hora en el salón y era mejor no llegar tarde, necesitaba una sesión después del zarandeo de los últimos meses, de modo que se arregló el maquillaje como pudo, sacudió la arena de la falda y se colocó bien el corsé.

Solo necesitó cruzar la puerta y oír el suave zumbido para detener los pellizcos en los muslos, el mordisqueo en los labios, la piel irascible. Respiró aliviada. Le dio un beso a Pit y el le devolvió una palmada en el trasero, Lau esperaba dentro. Viejas costumbres. Sonrió al verla entrar, se levantó a darle un abrazo y le lamió la boca ante la mirada atónita de un chico que había allí. 

¿Esta vez qué será, Silk? 
Enreda algo en el antebrazo, una trepadora, lo que quieras. 
¿Te vale una judía?

Asintió, confiaba ciegamente en Lau en lo que a su arte se refería. Tenía unas manos increíbles, dentro y fuera del salón de tatuajes. Preparó el material sobre la bandeja sin apartar la mirada de Silke. La primera cura va a mi cuenta, le sonrió, espérame a que termine el turno y te vienes a casa. Viejas costumbres. 

La vibración de la pistola, la mano enguantada sobre su piel, la tinta penetrando al tiempo que algún capilar sangraba, el dolor confortablemente familiar... No sabía si perdía la cordura por completo o la recuperaba de nuevo. Tardaría como mucho un par de horas, pero bastarían para apaciguar a sus demonios durante unas semanas.