dimecres, 10 d’octubre del 2012

Suzie


Debía acabar con ellas. Exterminarlas.

Entró en la estancia dispuesta a dar un poético final, el más apropiado, a esa excentricidad. Las paredes de melocotón que había pintado el verano pasado quedaban ocultas tras el destello de los miles de colores que allí se daban cita. Cerró la puerta tras de sí y el sonido del revoloteo hizo que se le acelerara el corazón. Un rayo le atravesó la columna. Había llegado demasiado lejos y ninguna alternativa a lo que iba a acometer servía de nada. Si dejaba las ventanas abiertas ni una sola de esas magníficas criaturas la abandonaba. También intentó enjaularlas pero lograban, aún no sabía cómo, escapar y volver a empapelar la habitación. Llegó a encerrarlas con una docena de arañas; cinco minutos bastaron para que los pobres arácnidos perecieran. Suzie sabía que solo existía un modo. Debía hacerlo ella, con sus propias manos.

Se arremolinó la melena en un moño. Los destellos del sol sobre las alas irisadas la cegó. 

Empezó suave, golpeando la pared con la mano, aplastando un par cada vez. Lo sabían, percibía que lo sabían, y seguían sin escapar hacia la arboleda que había a pocos metros de la casa. Avivó el ritmo al tiempo que las lágrimas resbalaban por sus mejillas. Adoraba a esos seres diminutos, las había alimentado y cuidado los últimos meses, pero ya no había sitio para ellas. Se abalanzó sobre el tabique contiguo arrastrando los brazos para que cayeran al suelo. Las pisoteó sin dejar de llorar. Y entonces la demencia le arrebató el poco juicio que le quedaba. Lanzó un grito desgarrador y volaron hacia ella cubriéndola por completo, se arrojó al suelo y rodó de un lado a otro sintiendo cómo sus minúsculos cuerpos cedían y crepitaban al triturarse contra el parqué. Cada crujido le atenazaba la razón, cada muerte le despedazaba la respiración.

El espejo le devolvió un espectro. El pelo enmarañado lleno de cadáveres, los ojos enrojecidos de tanto llorar, las mejillas encendidas y en la comisura del labio una ala tornasolada. Era preciosa. La cogió con ternura y la deslizó sobre la palma izquierda con el fin de contemplarla mejor. Tenía las manos manchadas de sangre. Tragó saliva y el cuello se le antojó el infierno. Guardó aquel resto en una caja vacía de cerillas que había en el baño y se dio una ducha.

Recogería por la noche, ahora debía ir a la sala donde la esperaba el grupo del martes. Aquellos juguetes no se iban a arreglar solos y las pequeñas estaban ilusionadas con aprender a hacerlo. Agarró el maletín con delicadeza y abrió la puerta con una gran sonrisa.

Buenas tardes, mariposas.