dijous, 13 de juny del 2013

Rincón



Existe en mi pequeña ciudad, allí donde casonas de burgueses se congregan luciendo un antiguo esplendor ahora ya marchito, una finca de grandes dimensiones bordada de rosales de banksia. Los muretes de piedra y las paredes de brezo protegen a los habitantes de aquel diminuto paraíso de miradas indiscretas ofreciendo al frustrado espectador, como pago por ello, el aroma de las flores que se exhiben sin recato.

 Escasas son las tardes que, tras el remor de las hojas de palmera, puede oírse la suave armonía de un piano. Se alejan las notas con el viento aunque puede descifrarse La Campanella de Lizst, el Impromtus de Chopin o algún que otro Gnossienne de Satie. Un juego divertido es construir un mundo que nazca de ese delicado sonido. Imagino unos dedos largos acariciando las teclas con decisión, una mano blanquecina manchada de pecas, un brazo delgado balanceándose con cada golpe, un cuello desnudo arropado por mechones pelirrojos despeñándose en espiral, una barbilla fina con un surco que antaño fuera una herida de juego, unos labios rosados y melancólicos, unas mejillas apasionadas, una nariz menuda aleteando sin descanso, unos ojos de esmeralda ocultos bajo párpados de largas pestañas. La estancia diáfana, con apenas un par de cuadros pendiendo sobre papel de filigranas de un gusto exquisito, no puede ser de otro modo. El piano se encuentra frente a un ventanal cuya pintura se cuartea, en la parte derecha, quedando un vacío extraño en el rincón opuesto presidido únicamente por una lámpara de mesa sobre la madera del suelo.