dimecres, 17 d’octubre del 2012

Otoño


El martilleo incesante anulaba su razón. Oía esa melodía en todas partes. La chica de la frutería la entonaba, el repartidor la silbaba, las esperas telefónicas vertían la pieza de Liszt por el auricular. De todas partes goteaba esa música que aceleraba su sentido y le arrancaba la sonrisa que solo guardaba para él.


La Tour de Carol. Tan evocador y tan lejano. Se acercó a una de las ventanillas a comprar un billete, flirteó con el chico unos minutos, hasta conseguir que se sonrojara, y cruzó la estación estampando cada paso en el reflejo de un cielo gris sobre el linóleo hasta las escaleras mecánicas. No llevaba maleta, solo uno de esos maxibolsos en los que cabe prácticamente de todo. El tren no tardó en llegar, vacío casi en su totalidad. Eligió un asiento de ventanilla y se acomodó. No consiguió aguantar despierta más de diez minutos. Un zarandeo cadencioso la despertó. Un hombre de unos setenta años la miraba con afectuosidad y le hablaba en francés. Supuso que habían llegado, o al menos eso declaraba el cartel que había a pocos centímetros del cristal.
Hacía frío. Se abrochó los botones de madera del abrigo verde que se le había antojado una tarde de paseo por la ciudad y se alegró de la decisión de calzarse sus botas altas. Se adentró en el pueblo en busca de una cafetería donde desentumecer las extremidades y ordenar sus cajitas. Unos visillos algo amarillentos que prometían ocultarla de las miradas externas la invitaron a entrar y tomarse un café acompañado de un croissant. Era un local pequeño, diminuto, con tres mesas y una mujer rolliza tras la barra.
Incluso en los confines del mundo se encontraba con sus ojos, su aroma, su sonrisa, su piel, su voz. 
Agitó la cabeza fracasando en su intento de desterrarle a una de sus cajas. Arremetían contra ella eternos interrogantes. Una mariposa se posó sobre una de las azaleas del alféizar. Suspiró.
El viento la distrajo jugando con la ropa retorciéndola sobre el alambre en un jardín contiguo. Se decidió por una callejuela mal asfaltada que la condujo hasta un sendero de tierra. Cultivos a mano izquierda y paddocks a mano derecha. No había recorrido diez metros que se acercaron a curiosear una yegua y su potro. Alazanes, vigorosos, con unos cuartos traseros envidiables, probablemente la madre sirviera de tiro, tenía un pecho amplio y fibroso. Arrancó un puñado de tréboles que bordeaban el camino y se lo acercó al potrillo. No vaciló. Miró alrededor y encontró unos brotes de alfalfa que repartió entre los dos. Apoyó su frente sobre la de la yegua e inspiró profundamente. Apenas se movió. Abrazó la cabeza con ambas manos, las dejó resbalar con suavidad hasta la mandíbula y de allí subió hasta las orejas. El olor, el calor, el tacto... Amaba a esas criaturas.
Siguió andando hasta la cima de una loma. Un torbellino de aire la golpeó, la falda de tablas color vino y la melena se mecían en armonía. A lo lejos distinguió las ruinas de un castillo, solo quedaba en pie un torreón. La hierba y el musgo cubrían gran parte de la piedra, un manto de un intenso verde que profería melancolía a aquel paisaje tan sugerente. Empezó a llover. De vuelta a la estación se despidió de los caballos, memorizó el sonido esponjoso de los tacones sobre la tierra y saboreó el agua que se escurría de las hojas de un gran abedul cercano a una avenida.
No pudo dormir de vuelta a casa por mucho que el movimiento de la bestia de hierro la acunara. Observó su reflejo en la cristalera. No podía dejar de murmurar sus palabras, retorciéndolas, desgranándolas. Y mil incógnitas aguardaban a sus espaldas, nerviosas, esperando su turno. Aunque quisiera no podría abandonarle. Tan lejos, tan cerca. 
Olía a tierra mojada y a almizcle y se oía How can I tell you de Cat Stevens. 


En otra ciudad, apoyado sobre la baranda de la terraza y observando a la mariposa que aletea sobre la albahaca, una figura observa los meandros en reposo que son los niños que juegan en el parque. Le escuece el hombro derecho desde ayer. Sonríe mientras pasea sus dedos suavemente sobre lo que imagina es un esbozo. La zona enrojecida se tornaba perfil. Aún no era tiempo de escamas de azufre, pero llegarían. Y lo harían antes de lo esperado.