divendres, 12 d’octubre del 2012

Imanes


Había intentado salir de esa pequeña ciudad de todos las maneras posibles: en tren, en coche, en avión, haciendo autoestop... En una ocasión lo intentó en bicicleta. Retrasos, pinchazos, anulaciones. Todo valía. Al final Jane tuvo que rendirse a la evidencia, no se marcharía nunca.

Volvió al bar que la acunaba desde horas tempranas y pidió lo de siempre. Lemon drop. Descubrió este coctel en una fiesta hacía años y desde entonces no bebía otra cosa. Se apoyó en la barra y observó al ganado, como ella lo llamaba. Desde aquel rincón todo se resolvía entre neblinas. 
Entonces entró él. 
No pudo evitar recordar la primera vez que le vio, como lo hacía ahora, de pie en el zaguán de la puerta. Su sonrisa captó la atención de Jane al instante y ella le devolvió una mirada felina. Aquella noche la pasaron hablando y riendo hasta el alba, momento en el que decidieron buscar un sitio más tranquilo. 
La rastreó con la mirada y, al encontrarla, se acercó lentamente. Se sentó a unos tres metros sin desclavar esos ojos de mar de los suyos. Pidió un gintonic y empezó a acortar distancias deslizándose por los taburetes acolchados. Tenía los ojos amoratados, había perdido peso, aspecto algo desaliñado aunque cuidadosamente acicalado y barba de dos semanas. Le partía el alma, pero seguía estando arrebatador. Ella se mantenía erguida con la espalda apoyada en la pared mientras hacía esfuerzos para evitar verbalizar todo aquello que se le hacinaba en el pecho desde el primer día. El corazón se le precipitaría por la boca si articulaba palabra alguna. No podían evitarlo. No querían evitarlo. Sito le acarició la mano con dulzura y la apretó hasta hacerle daño. Tanta intensidad acabaría por consumirlos; más de lo que ya lo había hecho. Jane jugó con su alianza, le quemaba su existencia. Así eran las normas. Un mundo esperpéntico lleno de pautas absurdas y de corsés tiránicos. Y en mitad de esa insensatez estaba él, el elemento más incoherente de todos. Suerte que a Jane le gustaban los puzzles. Se había pasado semanas intentando superar aquello pero había cometido un error, el clásico error de principiante. No quería superarlo, se dejaría arrastrar al infierno una y mil veces con tal de volver a sentir su respiración cerca de la suya. 
Cuando hubo terminado la copa le pidió a Sito que pagara y, cogiéndole de la mano, salieron al exterior. Hacía frío. Caminaron las tres calles de rigor hasta el hotelito que les había acogido tantas veces. No hablaban. El vaho de las tres de la madrugada amortiguaba sus pasos. La chica de recepción les recibió con cortesía y les dio la llave de la habitación 44, la misma que aquel amanecer en que todo empezó.

No había cerrado la puerta tras de sí cuando él la abrazó con fuerza. El pecho le palpitaba con violencia y su olor era embriagador. Lo había echado tanto de menos. Ella saltó encima de él y le rodeó la cintura con las piernas al tiempo que le besaba como si su vida le fuera en ello. Su sabor... ese dulce caos de almizcle, su perdición. Sito se sentó sobre la cama, la desnudaba con vehemencia mientras le lamía el cuello. Jane le quitó la camiseta y lo tumbó sobre las sábanas. Sabía que le gustaba verla así. Le desabrochó los pantalones y se los quitó de un golpe. Él se incorporó, la levantó en volandas y la lanzó sobre los almohadones. Sus pieles no entendían de compromisos, cuando estaban juntos se convertían en animales que poco o nada sabían más allá del deseo y el apetito. Se devoraban, gritaban, arañaban, mordían.

Esperó a que estuviera dormido para vestirse, recoger un poco y abandonar la estancia con sigilo no sin antes memorizar su respiración, tranquila y apacible. Esa noche no le destrozarían los monstruos.

Jane sacrificaba pedazos de su cordura y su energía cada vez que se encontraban. Se sentía más liviana aunque no podía librarse de aquel pensamiento, la nada avanzaba y amenazaba con tragarse su corazón en cualquier momento.

De camino a casa iba ensimismada en sus pensamientos cuando el aleteo de una mariposa la despertó. Volvía a ser primavera.

Es una lástima que las chicas como ella jamás ganen.