dimecres, 7 de novembre del 2012

Érase...


Érase una vez, en un país lejano de lecho de hojas secas y de fríos intermitentes, una niña que decidió enmudecer durante el día. Abría la boca y de ella salían palabras que rápidamente ataba con un cordel de la madeja que siempre llevaba en el bolsillo derecho del delantal. Recogía la primera piedra que encontraba por el camino y haciéndole un gran lazo arrojaba el hatillo al río que cruzaba los campos de amapolas y violetas por los que paseaba a diario. 


Garabateada en el muro de la avenida, justo donde aparcó la moto aquella tarde, una frase se burla de sus telarañas, las mismas que el viento despeina. Se siente agotada, vapuleada, consumida; el otoño no deja indiferente a nadie. Cada rugido la empuja al abismo y no tiene fuerzas para oponerse, así queda expuesta. Años de soledad y un punto de ebullición constante hacen que las urgencias se acumulen en exceso. 
Él no es él que es otro, son otros. Uno dulce y cariñoso, que aleja el frío de sus pies. Uno juguetón y salvaje, que libera el pecado. Uno tierno y sugestivo, que acuna su miedos. Y así se suceden, lo que es y no es.
El equilibrio es imposible y su yegua no atiende a razones. Ya no. Ahora no. El rechazo y la aceptación no son gemelos, deberían vestir distinto. 

Al final es cierto, todo es cuestión de tiempo, aunque es falso que toda espera tiene su recompensa.


Y era de noche, antes de acostarse, que sobre el escritorio se encontraba todo cuanto no decía sin desatar. Delicados hilos de agua salada se desprendían de sus silencios goteando sobre la madera del suelo. Sentada en el alfeizar de la ventana los susurraba al aire, a la luna, a los grillos. Pedazos de papel sobresalían de los cajones, de los armarios, de entre las páginas de los libros, de las cajas. Ya no sabía dónde meterlos. Quizá debiera empezar a quemarlos, al fin y al cabo la ceniza es mucho más fácil de guardar.